Después de que Amelia Peláez completó sus estudios de pintura –en los que fue discípula de Leopoldo Romañach, figura central de la academia cubana–, en 1927 el gobierno le asignó una encomienda oficial para realizar estudios en París. Su giro hacia las vanguardias europeas al pisar tierra francesa fue súbito. La recién llegada se instaló en el tiempo real, y una década de recetas académicas quedó arrasada por una explosión de creatividad. Asombra una lectura tan inmediata y comprensiva del arte moderno, aunque conoció también el arte de los museos, la verdadera tradición, de la que sacó valiosas enseñanzas. Hizo en 1928 sorprendentes dibujos en un lenguaje actualizado; en 1929 se atrevió con el óleo y pintó sus primeras obras maestras con este medio. Así inició su espléndida secuencia europea, en la que se aprecian las orientaciones más diversas. Fueron especialmente fructíferas las lecciones recibidas desde 1931 de Alexandra Exter, a quien le debió –según sus palabras– su mayor adelanto. Como otros colegas, guardó una prudente distancia, entre deslumbrada y crítica, de las vanguardias europeas, asumidas por una personalidad que gozó de la facultad de llevarlas a una zona expresiva muy personal. Su exposición de 1933 en la Galería Zak la situó como figura sobresaliente en el contexto parisino. André Salmon la colocaba “en el rango de aquellos que hay que seguir”.1
En enero de 1934 Peláez debió regresar a Cuba. Hubiera preferido establecerse indefinidamente en Francia. Su carrera quedó, así, bruscamente interrumpida. En la casa familiar procuró aislamiento y austeridad. Habilitó como estudio un cuarto de servicio vacío, después del patio. Allí trabajó a partir de su retorno.
Pero para recomenzar, no pintó, sino dibujó. Los años 1934 y 1935 –más parte de 1936– se consagraron casi exclusivamente al dibujo, que fue para ella “la disciplina fundamental”. En un grupo de esta serie de papeles predominan los diseños abstractos: amplias curvas purísimas asociadas a líneas y ángulos rectos. Otra variante se centra en las “mujeres reclinadas”: figuras colosales situadas en lo que se insinúa, por primera vez, como un escueto interior doméstico. El tercer grupo –tres o cuatro obras– está formado por las “costureras”.
Resulta curiosa la inclusión de este tema en la obra de Peláez. La máquina de coser era una presencia obligada en el ajuar de la mayoría de las casas cubanas, en un momento en que la modernidad había ido desplazando los viejos usos.2 Amelia debió de haber visto esta escena en su propio hogar, pero la trajo a su imaginario personal, eliminando detalles menores y magnificándola, hasta convertirla casi en una alegoría. La modesta costurera se ha trocado en una figura noble, envuelta en los paños que se derraman en ondas a su alrededor, creándole un marco opulento. La colocación de la máquina en el centro del espacio es discreta y no implica una intrusión incoherente de la estética industrial en el conjunto. Los rezagos de la ornamentación en las patas de la máquina se integran al dibujo de los pies de la costurera y a los bordes ondulados de los paños. El volante y la lanzadera tienen el mismo lenguaje que el resto del dibujo, al que se subordinan.
Una escena común se ha convertido en una versión monumental. Detrás de esta “costurera” elaborada –pero nítida– hay un orden subyacente. Peláez ha traído a la contemporaneidad recursos tradicionales, formales e iconográficos, en la historia de la pintura occidental, como la composición triangular, la perspectiva lineal y el virtuoso trabajo de fragmentación de los paños en pliegues. La figura ha sido colocada, además, en un escenario complejo. La palabra no es inapropiada si recordamos los ejercicios de diseño para el teatro dirigidos por Madame Exter. La figura domina el espacio profundo, donde las columnas o paneles laterales funcionan como bambalinas. En sus collages cubistas (ca. 1933), Peláez había integrado curvas y rectas, recurso en que insistió en los dibujos de 1934 a 1936, aunque sin apelar a la dislocación y a los puntos de vista múltiples. La variedad visual se acentúa con mínimos recursos: la gradación de los planos, desde los grises hasta el negro; el calibre de las líneas y la descomposición de las grandes áreas de las telas –como en algunas pinturas antiguas– que fragmentan la luz y crean volúmenes y cadencias. Al fondo, el espacio se cierra de manera coherente con el delicado trabajo de las rejas.
Ninguno de estos dibujos fue trasladado a la pintura. Pero Peláez iba reconociendo e incorporando elementos aislados de la realidad ambiental en un proceso paulatino. En óleos de 1935 y 1936 se observan ya huellas de este insistente y refinado contrapunto ejecutado durante años con un sencillo lápiz de grafito.
Texto de Ramón Vázquez Díaz
Notas
1. Salmon, André, “Les Arts”, Gringoire, Paris, 12 de mayo de 1933, p. 7.
2. Los dibujos realizados entre 1934 y 1936 apenas han sido estudiados. Dos notables excepciones, de imprescindible consulta, son el estudio de René Morales (centrado justamente en la serie de las Costureras) y el de Ingrid W. Elliot, más abarcador. Ambos ensayos aparecen en el catálogo de The Craft of Modernity, Miami, Pérez Art Museum, 2013-2014.
Título: La costurera
Año: 1935
Técnica: Grafito negro sobre papel
54,5 x 74,5 cm
Nro. de inventario: 2001.130
Donación: Eduardo F. Costantini, Buenos Aires
Fuera de exposición
Arte latinoamericano siglo XX, 2012
MALBA, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Argentina
2012
Arte Latinoamericano siglo XX, 2003
MALBA, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Argentina
2003