Toda imagen es una divinidad que se fugó de su religión

Por Silvio Mattoni

Hay un cuadro del cubano Wifredo Lam que curiosamente tiene tres títulos, tres interpretaciones dubitativas. Se llama: La mañana verde, Tú, mi mirada o Selva virgen. La figura pintada es femenina, incluso parece embarazada. Tiene alas. Sobre su cabeza y junto a su cabeza, otras cabezas, menores o parciales, otros ojos, redondos, bien abiertos. También hay caras, máscaras ovaladas, en sus rodillas. Recuerdo una cita cuyo autor se me olvida, que dice: “toda imagen es una divinidad que se fugó de su religión”. Las alas y la postura erguida, la mirada hacia un horizonte no humano, todo parece apoyar esta conjetura: una especie de diosa. El fondo verde, las cañas altas y gruesas, ese amanecer selvático que aparecía en los títulos, nos señalan que su origen está en un paisaje cálido, profuso, proliferante. Y no dejo de pensar en el aprecio de Lezama, de Sarduy, por la sincrética pintura de Lam, su barroquismo chino y cubista. Por eso aquí podemos ver también una niké, una victoria que se eleva en la selva y sale al claro, con un cuenco de frutas y maíz a sus pies, una deidad que trae cosas. En las rodillas, rostros por venir. Es además un recuerdo del lugar natal, incluso en los títulos en francés de Lam, que morirá, como dice su biografía, en París. ¿Por qué le dice él a su diosa selvática “mi mirada”? En argentino, traduciríamos: “vos sos mi mirada”. O sea: esa imagen, óvalos y círculos, volúmenes fecundados, el verde, lo que reverdece y lo cubierto de verde, son la mirada que vuelve al pintor desde su origen. No se trata de un pensamiento, ni de una síntesis lograda entre vanguardia o técnica y colores locales, sino de lo que estuvo antes de todo pensamiento, gesto e impulso, el asombro que alzó la vista en un lugar y un tiempo de una vez y para siempre. Es como si Lam le dijera, por enésima vez, a su diosa embarazada, a su mirada: “esbelta transportadora que me hiciste nacer acá, en estos años, venís a decirle sí al más bello destino sudamericano”. Pero el destino sudamericano no fue el suyo, es el del cuadro, ahora. El nuestro también. Para que esta situación no sea una localización meramente reactiva, habrá que decirle siempre: “así lo quise”. Entonces, el ángel femenino de Lam, que no apunta al futuro ni al pasado, que no anuncia nada, podrá expresar lo que mira: los nacimientos, los que nacieron y los que siguen naciendo; los intercambios múltiples de cuerpos; una sonrisa seria en el paisaje móvil.

Severo Sarduy, a los veinte años, antes de haber salido de Cuba, escribió unas viñetas sobre Lam, notas al pie de reproducciones de algún cuadro en revistas de vanguardia. Se identificaba quizás con el pintor mulato de origen chino, en su original adopción del cubismo veía un enigmático pero indudable cubanismo. Pero no dejaba de advertir que no se trataba de temas, de plantas o frutas, de indígenas o trasplantados, sino de un trazo. Era un misterio, una magia. Al final de cada párrafo enigmático donde hablaba de planos, de síntesis, de multiplicación o fragmentación de los cuerpos, Sarduy se rendía ante esa captación misteriosa de un lugar en el que ni siquiera se estaba, en el que tal vez nunca nadie había estado. “¿De dónde son los pintores?”, parecía preguntarse. Del mismo lugar que los poetas, no de un origen que se cuenta sino de un continuo que se habla, se torna ritmo y al final se escribe. Años después, Sarduy les dedicaría unos poemas a los dioses de las imágenes de Lam. Se titulan Orishas; y aunque ninguno de los diez dioses que se describen allí correspondan a la señora de los cañaverales, la mirada de la mañana verde, quisiera citar el último, “Yemayá”: “Madre de agua, Luna nueva: / una paloma, un cordero, / ofreceré al mar austero, / para pasar esta prueba. / La vida muerte conlleva. / Una cruz de cascarilla / sobre la frente amarilla: / firmarás mi último aliento. / Y contra marea y viento / remaré. Hasta la otra orilla…” Pero el ángel de Lam, la aparición de unas cañas junto al mar, trae algo más, no sólo una apariencia o unos colores sino una hoja en blanco, ¿no parece acaso papel pautado lo que una mano de plumas o dedos ocres adelanta hacia la izquierda? La pintura se dio, en otro lugar, y se da ahora como representación, el poema que se escriba aceptará el papel que la diosa sin nombre sostiene. No se puede sino volver a la écfrasis de los comienzos, la que despliega en verso una descripción y un mito, y una promesa para después. Ella va a firmar el último aliento, pero el papel se raya y se sigue rayando, como a golpes de remo, hasta la otra orilla.

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Fragmento del texto Poesía muda, resultado del trabajo de Silvio Mattoni en el marco de la primera edición del Ciclo de Autores Verboamérica, de la que también participaron Martín Kohan y Edmundo Paz Soldán, con la coordinación de Fermín Rodríguez. El texto completo puede descargarse en PDF aquí.

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