Son múltiples las fotografías de Carlos Federico Sáez, acompañado o en solitario, posando en su taller de la via Margutta en Roma, ciudad en la que se había afincado, aún adolescente, en búsqueda de la formación artística inexistente en su Uruguay natal. En estas imágenes se exhibe tanto ejercitando la vida de diversión y bohemia por la que fue célebre entre sus pares americanos y europeos, como rodeado de sus objetos y cuadros recién realizados con el propósito de demostrar la productividad del viaje. En una ellas se observa, en el extremo izquierdo –entre telas, sombrillas y máscaras–, apoyado sobre el piso, el retrato del poeta Julio Herrera y Reissig.1 Raquel Pereda, en su estudio pionero sobre el pintor,2 duda sobre la identidad del retratado, al suponer que el cuadro habría sido hecho en Roma, adonde el escritor nunca viajó por su precaria salud. La obra no posee datación ni inscripciones, y su fecha se presume en 1898, promediando la segunda estadía romana de Sáez. En ese año, Herrera y Reissig, entonces de veintitrés años, publicaba sus primeros poemas en la prensa montevideana, con buena recepción crítica y fundaba, en la residencia familiar, la tertulia El Cenáculo, aglutinadora de los jóvenes poetas locales. Es decir, si efectivamente es él el protagonista de la pintura, se trataría de un poeta en ciernes, que todavía no se había catapultado como uno de los adalides del modernismo en Sudamérica. De hecho, la mayor parte de sus poemas editados se escribieron luego de fallecido Sáez, lo que transformaría la obra de Malba en un retrato de juventud, juventud compartida por el pintor, quien entonces ostentaba escasos veinte años. Por su parte, las fotografías del literato presentan similitudes fisonómicas con los rasgos observados en el retrato de Sáez: pelo ensortijado, ojos claros y algo separados, levemente hundidos, bigote imperial con las puntas hacia arriba. Además, en las referencias de la provenance figura como su primer dueño el propio poeta, lo que contribuiría a ratificar la atribución.3
Trátese o no de Herrera y Reissig, hay varias características que permiten asociar esta obra con el universo visual del modernismo y decadentismo finisecular. El aire de ensoñación y la mirada perdida del retratado, que proyecta su vista en un punto más allá del espectador, ayudan a evocar ese carácter taciturno frecuente en los protagonistas de la pintura de Sáez. En este punto, es viable sumar al universo de referencias de la retratística del artista, además del manchismo italiano, el simbolismo, movimiento complejo que no tuvo una única fórmula visual pero que, sin embargo, gozó de gran pregnancia entre los cultores del arte moderno hacia el final del ochocientos. Específicamente, destacaremos la atmósfera vaporosa y la pincelada arrastrada con poca materia –sobre todo en la mitad inferior de la tela– que el retrato de Sáez comparte con la obra de uno de los más célebres retratistas alineados con el simbolismo, Eugène Carrière. Sin embargo, si Carrière se distinguió por las resoluciones monocromas, la pintura de Sáez exhibe, por el contrario, un sutil contraste cromático entre semblante, fondo y vestimenta.
Es el rostro el que condensa la mayor carga pictórica, aunque los trazos del pincel se advierten tanto en la figura como en el fondo. La cara se va armando a partir de manchas contiguas y superpuestas, y se observa una instantaneidad en su factura que solo puede explicarse en la ausencia de un dibujo previo y la aplicación directa del óleo sobre la tela. La obra trasmite fielmente la urgencia y el frenesí del artista, y nos lleva incluso a suponer una sola sesión de pose. Retrato de busto –como la mayoría de las efigies masculinas realizadas por Sáez hacia el fin del siglo–, esta pintura se diferencia del resto del corpus por su formato excepcional. Gran parte de las piezas de esos años se despliegan en telas casi cuadradas, que reservan un gran protagonismo a los fondos neutros, sumamente texturados, como una suerte de reflejo o extensión del universo mental del retratado (cf., por ejemplo, El romano, ca. 1899, colección privada, o Retrato del pintor Fernando Cornu, 1898, o Estudio, 1899, ambos pertenecientes al Museo Nacional de Artes Visuales, Montevideo). Por su parte, aquí el espacio que rodea al poeta es escaso, como constriñendo al personaje y a sus pensamientos.
Texto de María Isabel Baldasarre
Notas
1. La fotografía está reproducida en el catálogo Sáez, un mirar habitado, Montevideo, Museo Nacional de Artes Visuales, 2014, p. 42.
2. Pereda, Raquel, Sáez, Montevideo, Jorge de Arteaga y Galería Latina, 1986, p. 158.
3. Los datos de la provenance anteriores a 1951 fueron provistos por la Galería Portón de San Pedro, por la que la pintura pasó en algún momento, ya que ostenta una etiqueta de ella en el reverso.
Título: Retrato de Julio Herrera y Reissig
Año: 1900
Técnica: Óleo sobre tela
70 × 32.5 cm
Nro. de inventario: 2001.146
Donación: Colección Malba
Fuera de exposición
La Colección Costantini en el Museo Nacional de Bellas Artes
Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, Argentina
1996