Estas Líneas coloreadas sobre fondo blanco V son el resultado de un lento mecanismo de desarticulación y reconfiguración de la imagen pictórica. Con ellas, el fenómeno de la abstracción hizo su aparición en la escena venezolana a mediados del siglo XX.
Alejandro Otero, que venía de una pintura dominada por el modelo de Cézanne, se instaló en París a finales de 1945. Al año siguiente inició una serie de telas cuyos motivos principales fueron una cafetera de cobre, cráneos, candeleros, cacerolas. Con estos pocos objetos, y tomando como guía al Picasso de los años 40, se entregó a un proceso de “escritura plástica” en el que los objetos se “desnaturalizan” progresivamente: las líneas que señalaban los bordes de un objeto se dislocan; los tonos que parecían reproducir los colores del cobre se separan y se mezclan con los del fondo. Todos los medios que antes “decían” el objeto se organizan entonces en función de nuevas reglas; las de una pintura que, según el mismo artista, “ha de bastarse a sí misma, a su propio contenido, a su propia significación de obra de arte”.1 Es el proceso general de Las cafeteras (1946-1951), que concluyen con estas telas de líneas inclinadas donde los medios más básicos del pintor, la línea, la mancha y el color, flotan libremente en el espacio. En las primeras piezas, cuando ya ha desaparecido toda voluntad representativa, una que otra línea inclinada recuerda aún el vertedero de la cafetera, y las texturas de blanco sobre la tela parecen aún aludir al espacio que la acogía. Todo, sin embargo, se concentra progresivamente en su más escueta realidad: las líneas se hacen más ligeras y tenues, el fondo blanco pierde sus texturas, los colores empleados se reducen a los tres primarios. Otero siente que ha llegado a un límite:
Ese momento fue uno de los más dramáticos que haya vivido como pintor, ya que era cuestión de expresarse con nada, o de expresar la nada en que había quedado luego del agotamiento o la desaparición de aquel modo de aproximarse a lo real.2
A partir de estas líneas y de los colores primarios, sistematizados según el ejemplo que le ofrecían los lenguajes de Mondrian, Otero inició un nuevo período en su producción, el de los Collages ortogonales y Coloritmos de los años 50. En su desarrollo y sus resultados plásticos, su trabajo de ese momento dibuja, pues, los procesos por así decir “clásicos” del arte abstracto. Son, en esencia, los mismos que siguieron Kandinsky y todos aquellos que, en las primeras décadas del siglo, quisieron hacer una pintura absolutamente autónoma, libre de la función representativa que fue la suya durante milenios.
Pero en el venezolano se observa un factor suplementario, de inmensa significación para la América Latina: una clara intermediación de la autoridad que tuvo –y tiene aún para nosotros– la herencia europea. Esto quiere decir que ese legado constituyó siempre para él un marco indispensable para saber cuándo estaba trabajando “en el ámbito del arte”. Y él, que compartió con gran parte de sus contemporáneos el imaginario de un paisaje americano puro y virginal, pero fuera del tiempo, concibió su obra como un gesto voluntario de inscripción en esa esfera protectora de la historia europea. De allí su siempre viva necesidad de trabajar a partir de un parámetro “de prestigio histórico”, como lo fue Picasso para la serie de Las cafeteras, o Mondrian para sus Coloritmos. Lo interesante, no obstante, es que, tras ese gesto voluntarista de inscripción en lo moderno, su obra comienza a desarrollarse como una especie de desarticulación de las referencias primeras, como si la forma y las estructuras lentamente se licuaran, acercándose a una pintura que siempre tendió a crear atmósferas de color, espacio y luz; esto es, como si progresivamente volviera al imaginario de pureza, pero también de desnudez, con el que describió sus experiencias infantiles: las de un “contacto con la elemental realidad del mundo”.3
Si Otero vivió la potencia ineludible de sus mentores como un peso, porque su concepto moderno de invención lo llevaba a concebir la obra como un organismo nuevo que se agregaba al universo de lo conocido, hoy podemos reconocer allí la manifestación temprana –aunque todavía involuntaria– de una conciencia contemporánea, que acepta como un hecho la inscripción de nuestra obra en el seno de un campo semántico que la trasciende. No una influencia de la que haya necesariamente que liberarse, sino uno más de los factores a partir de los cuales se produce sentido. Lo paradójico es que si algún aporte suyo puede quizás legitimar su posición ante la historia, es justamente ese que se le antepuso siempre como una fatalidad; no lo que quiso conquistar en su voluntad de ser moderno, sino los residuos de esas batallas, lo que quedó de su lucha por acercarse a sus modelos históricos, como esas pocas líneas sobre el fondo blanco en la querella que entabló ante y contra Picasso. Nunca como entonces estuvo tan cerca de ser lo que soñó: un auténtico creador.
Texto de Ariel Jiménez
Notas
1. Jiménez, Ariel, He vivido por los ojos. Correspondencia Alejandro Otero - Alfredo Boulton 1946-1974, Caracas, Alberto Vollmer Foundation Inc. y Museo Alejandro Otero Editores, 2001, p. 115.
2. Otero, Alejandro, “Líneas coloreadas sobre fondo blanco”, en Alejandro Otero (cat. exp.), Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, 1986, p. 83.
3. Otero, Alejandro, en López, Alexander, “Cronología para el catálogo de la exposición Alejandro Otero”, ibid., p. 12.
Title: Líneas coloreadas sobre fondo blanco V
Year: 1951
Technique: Óleo sobre tela
81 x 81 cm
Inventary Number: 2001.128
Donation: Eduardo F. Costantini, Buenos Aires
Fuera de exposición