El 30 de julio de 1964, Alejandro Otero le escribió desde París al historiador y amigo Alfredo Boulton lo siguiente:
Estoy al borde de poder decir borrón y cuenta nueva; más bien, así lo quisiera, pero sé que tengo para rato con la experiencia de estos años que, aunque viejo, me han marcado como nunca y los considero fundamentales en mi vida. Necesitaré una buena zambullida en lo nuestro para sentirme de nuevo en mi pellejo y no pasar ante mí mismo como un producto de importación. Simbiosis difícil, como siempre, pero que estoy seguro llegará a producirse.1
La serie de Papeles coloreados que emprendió en Caracas a inicios de 1965, tras cuatro años de ausencia, materializaría esa zambullida en la realidad venezolana, una inmersión que se manifestó a dos niveles distintos: en el plano de su contenido, esto es, en la información que recogen los recortes de prensa, y en los lenguajes plásticos a los que recurre.
Escoger la prensa diaria como materia prima le permitió ubicarse en un lugar y un momento específicos: Los Teques es el nombre de la capital regional (del estado Miranda), cerca de donde él mismo se instaló al volver. El material que emplea en estos nuevos collages, el papel, lo conecta, por una parte, con los que hizo en Francia con cartas y maderas viejas, impregnadas de nostalgia. Sus formas rectangulares y sus colores brillantes lo remiten, por el contrario, al lenguaje de los Coloritmos, la serie en la que trabajó hasta 1960, cuando dejó Caracas para radicarse en París.
Y esta forma de recurrir a procedimientos cercanos a los que había dejado al irse era, efectivamente, reanudar con ese pasado, pero no exactamente, y la diferencia resultaría fundamental: los Coloritmos fueron un proyecto plástico absolutamente constructivo. Se trataba de dinamizar el plano pictórico con líneas y rectángulos de colores puros (casi siempre los primarios), dentro de una estructura de orden musical, que apelaba claramente a la noción de tiempo. Pero el tiempo en el que esas formas parecían evolucionar era una noción abstracta, un concepto. El de sus Papeles coloreados era contingente, señalaba un aquí y un ahora perfectamente ubicables en la historia de América, y en la Caracas a la que volvía, esta vez definitivamente. La simbiosis que buscaba se dio, sin duda, atando entre ellas las experiencias que realizó en Caracas, las que hizo en París de 1960 a 1964, y las que comienza al volver, a partir de 1965, en ese constante ir y venir entre Europa y América, entre el aquí y el allá de nuestra existencia histórica que marcó, por siempre, su vida y su obra.
Que su regreso se manifestara plásticamente por un apego a los lenguajes constructivos no fue casual, sino prueba evidente de que, en su imaginario (y en el de toda su generación), América fue pensada como una posibilidad, una realidad cuya plenitud solo podría alcanzarse en el futuro. Y es que la abstracción geométrica, dondequiera que se haya manifestado, expresó siempre una esperanza en lo humano y en su poder para construir un mundo mejor. Pero esta vez había una diferencia sustancial, y que tenía precisamente que ver con una nueva concepción del tiempo histórico y su expresión plástica. Lo geométrico estaba ahora marcado por un elemento coyuntural, manchado de mundo en cierta forma, al ser figuras recortadas sobre papel periódico, y dejar visibles los textos, las fechas, los conflictos de un momento específico. Ya no era un tiempo abstracto, ni el futuro anhelado, sino el presente crudo y real. En su producción abstracta de los años 40 y 50, como en sus Líneas coloreadas sobre fondo blanco, o en sus Coloritmos, cada vez que un elemento se inclinaba, lo hacía hacia la derecha, en señal de dinamismo. Ahora, al contrario, sus formas se inclinan hacia la izquierda, en signo de resistencia, como si el peso temporal de la prensa lo atara a ese lugar, en ese preciso momento. De alguna manera, Otero se reconciliaba con la realidad americana de la que durante décadas vivió huyendo, como si el tiempo aquí pasara sin dejar huella, sin decantarse en historia. Y la obra que emprendería de allí en adelante, sus Esculturas a escala cívica, lo prueba. Ya no serán pinturas que pueden desplazarse, o construcciones abstractas, sino verdaderas arquitecturas de metal pensadas para jugar con el espacio, la luz, el viento, y, en fin, con esa “elemental realidad del mundo” que conoció de niño en las soledades de su Guayana natal, un paisaje sin tiempo.
Su obra es, pues, imposible de ser comprendida como el objeto autónomo que soñaron los modernos, que él mismo buscó producir, y con cada nueva pieza se hace aún más palpable que la suya es una especie de nudo semántico en medio de un continuum de sentido. Que entre la materia y los lenguajes que la organizan en obra, entre ella y el tiempo en el que vive su autor, la sincronía ahora es perfecta. “Obra y vida se juntan inseparablemente en un punto que es difícil aislar con nitidez”,2 escribió, ya al final de su vida. Tenía razón.
Texto de Ariel Jiménez
Notas
1. Jiménez, Ariel, He vivido por los ojos. Correspondencia Alejandro Otero - Alfredo Boulton 1946-1974, Caracas, Alberto Vollmer Foundation Inc. y Museo Alejandro Otero Editores, 2001, p. 206.
2. Ibid., p. 9.
Title: En Los Teques – De la serie Papeles Coloreados
Year: 1965
Technique: Gouache y recortes de papel de periódico sobre madera
64,5 x 53,5 cm
Inventary Number: 2000.04
Donation: Eduardo F. Costantini, Buenos Aires
Fuera de exposición