Hercúleos supermonos parlantes, ágiles, uniformados, relampagueantes;
opulentas y lustrosas las negras, emperejiladas, radiosas con sus atavíos,
dúctiles se contornean en pleno estío, sensuales, pronatos de lujuria henchidos […]
Los reyes, fornidos, empotrados en su investidura, y medallados,
sencillos, festivos o graves, churriguerescos, pueriles, altivos,
entre trapitos multicolores, junto al adornado altar con santitos…
—Pedro Figari, París, 19271
Estas dos escenas de candombe están firmadas y fechadas en el año en que Pedro Figari produjo un vuelco decisivo en su vida: a los sesenta, tras una larga y brillante carrera intelectual como abogado, legislador y reformador de la enseñanza artística en el Uruguay, desembarcaba en Buenos Aires con su primera exposición como artista en la galería Müller. Ambas pinturas figuraron en aquella muestra inicial y constituyen –por su tamaño y soporte– un conjunto excepcional dentro de la obra de Figari, quien trabajó casi siempre sobre cartones color paja o gris que le permitían jugar con el color de fondo y la textura para lograr superficies muy matéricas y opacas.2 Pintadas sobre tela, estas dos obras forman un grupo peculiar junto a otro Candombe (Museo Histórico Nacional Casa de Rivera, Montevideo), también sobre tela y fechado en 1921. En un formato ligeramente mayor al habitual, Figari despliega en
estos cuadros un friso de colores brillantes y claros en el que la relación figura-fondo genera una ambigüedad espacial. En ambos, las figuras de los danzantes se recortan sobre un tapiz colorido de formas geométricas contra el cual se distinguen apenas el rey y la reina de la fiesta, entronizados y caracterizados con sus medallas y abanicos.
Su particular evocación de la cultura afromontevideana partió de un auténtico y declarado interés por construir una tradición nueva de la cultura popular rioplatense allí donde aún no la había, con un lenguaje “no descriptivo”.3 Jorge Luis Borges se refirió con su habitual precisión a este aspecto en relación con el estilo del artista, a quien calificaba como pintor de la memoria argentina (memoria como recuerdo autobiográfico del pasado): “...y ya sabemos que la manera del recuerdo es la lírica. La obra de Figari es la lírica” (1930).
Sin embargo –y esto fue rápidamente advertido por la vanguardia argentina gracias a la mediación de Ricardo
Güiraldes–, la producción de Figari se inscribía con perfecta sintonía en una de las vías que alimentaron la renovación del arte europeo tanto como americano de la primera posguerra. La cultura negra –sus artes, ritmos, tradiciones– representó en esos años el impacto de nuevas formas estéticas, pero también –y tal vez en mayor medida– de una nueva sensualidad. Su influjo abarca desde las máscaras africanas en la obra de Picasso hasta el impacto del jazz en las salas de baile. 1921 fue también el año del exitoso debut de Josephine Baker en Broadway, pronto magnificado en París.
Lejos de la evocación trágica tanto como de la descripción histórica o antropológica de los esclavos negros durante la colonia, en estos candombes, así como en todas las numerosas escenas de negros que pintó (incluso de velorios y entierros), Figari despliega un punto de vista sutil y preciso: una simpatía no exenta de humor y cierta ironía son el puente que construye para vincular los barrios negros de Montevideo con otros mundos que él frecuenta y conoce. El manejo sensual de la pincelada y la materia dibujando movimiento y ritmos en los cuerpos, los rostros apenas sugeridos por una mancha negra, todo en estas piezas apunta a esa posición involucrada y a la vez distante respecto de los sujetos representados.
Como señala Peluffo Linari,4 hay una profunda coherencia en la trayectoria vital de Figari: entre su obra pictórica y las ideas que desplegó a lo largo de cuarenta años de actividad intelectual previos a su debut artístico. Aun cuando su manera de componer –dibujando con el pincel y la espátula arabescos y amplios gestos (que Corradini llamó grafismos)– tenga la apariencia de una fresca espontaneidad, fue un pintor erudito y reflexivo. Fue un defensor de los más desamparados, un intelectual comprometido con el destino de su tierra y, a la vez, un viajero cosmopolita. Fue un poeta, también un teórico preocupado por encontrar las claves y acentos de un arte americano que lo distinguieran con claridad en el escenario mundial de la primera posguerra del siglo XX. Buscó esas claves en su memoria, alimentada por la distancia y los viajes. Procuró encontrarlas también en la enseñanza de las artes y oficios, como otros americanos de su tiempo: de Best Maugard en México a Ángel Guido en la Argentina y Elena Izcue en el Perú.
El mundo afroamericano que alimenta estas obras de Pedro Figari se inscribe en una veta que, con otras poéticas y lenguajes, atravesó el arte latinoamericano desde los años 20: las pinturas de Tarsila do Amaral, Candido
Portinari, Di Cavalcanti y Wifredo Lam llegarían muy poco después.
Texto de Laura Malosetti Costa
Notas
1. “Candombe”, en Kalenberg, Ángel, Seis maestros de la pintura uruguaya, Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes, 1987, p. 63.
2. Corradini, Juan, Radiografía y macroscopía del grafismo de Figari, Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes, 1978, p. 9.
3. “Mi pintura consiste no en describir sino en sugerir lo que nos es dado descubrir de poético en las observaciones, recuerdos, emociones e impresiones y demás estados psíquicos”. Figari, Pedro, notas autobiográficas, citado en Artundo, Patricia y Pacheco, Marcelo E., “Cronología biográfica 1861-1938”, en Castillo, Jorge (cur.), Figari. XXIII Bienal de San Pablo, Buenos Aires, Banco Velox, 1996, p. 33.
4. Peluffo Linari, Gabriel, “Pedro Figari y el nativismo rioplatense”, en Historia de la pintura uruguaya. Tomo 1. El imaginario nacional-regional (1830-1930), Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1988, pp. 101-120.
Title: Candombe
Year: 1921
Technique: Óleo sobre tela
73 × 104 cm
Inventary Number: 2001.80
Donation: Eduardo F. Costantini, Buenos Aires
En exposición
Figari
XXIII Bienal Internacional de São Paulo, San Pablo
1996